Por Alberto Arenas de Mesa, director y Carlos Maldonado Valera, oficial de Asuntos Sociales de la División de Desarrollo Social de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
Foto: Alberto Arenas de Mesa y Carlos Maldonado Valera
Prácticamente al mismo tiempo y en todas partes, la pandemia de la Covid-19 cimbró a nuestras sociedades y paralizó a las economías como nunca. Al hacerlo quedó al descubierto una falencia de los modelos de desarrollo imperantes, y crudamente evidenciada en América Latina y el Caribe (ALC): la enorme vulnerabilidad del orden establecido ante eventos catastróficos, en muchos casos tras décadas de un retiro del Estado de muchas áreas de la vida social y económica.
En ALC, los efectos han sido devastadores: en 2019-2020 la tasa de pobreza extrema alcanzó el 12,5% y la de pobreza el 33,7%, la desigualdad en la distribución del ingreso aumentó 2,9% (índice de Gini), mientras que la inseguridad alimentaria moderada o grave caracterizó al 40,4% de la población en 2020, 6,5 puntos porcentuales más que en 2019. Y, sin embargo, fue el Estado el actor llamado a atender la emergencia sanitaria, pero además también para relanzar las economías, así como para apoyar los ingresos y los empleos de millones de personas y estratos sociales habitualmente no atendidos por los programas sociales tradicionales. En la región, las transferencias de emergencia a los sectores vulnerables permitieron atenuar el alza de la pobreza en 2020, beneficiando a 326 millones de personas, el 49,4% de la población [1].
Ahora bien, para una reconfiguración entre Estado, mercado, familias y sociedad civil en la generación de bienestar y de protección ante la adversidad, se requiere mucho más que un paquete de reformas de emergencia del gobierno de turno o de sofisticadas propuestas diseñadas por expertos entre cuatro paredes. Si sumamos la urgencia de adoptar patrones sostenibles de producción y consumo, este tipo de reconfiguración supone un nuevo equilibrio en el uso y redistribución de los recursos y capacidades disponibles en cada sociedad, lo que requiere una amplia legitimidad social y política. En suma, para un cambio profundo en la orientación del desarrollo, se requiere, en todas las latitudes, un nuevo pacto social.
No en vano el Secretario General de Naciones Unidas acaba de hacer un potente llamado para definir nuevos pactos sociales en este escenario complejo. En su más reciente informe, “Nuestra Agenda Común” (septiembre de 2021), apunta: “es hora de renovar el contrato social entre los Gobiernos y la población, y dentro de cada sociedad, para restaurar la confianza y abrazar una concepción amplia de los derechos humanos. La gente necesita resultados concretos en su vida cotidiana. En ese sentido, debe darse una participación activa e igualitaria a las mujeres y las niñas, sin las cuales es imposible lograr un verdadero contrato social. También deben actualizarse los mecanismos de gobernanza para suministrar mejores bienes públicos y dar inicio a una era en que se universalicen la protección social, la cobertura sanitaria, la educación, la formación profesional, el trabajo decente y la vivienda, así como el acceso a Internet para 2030 como derecho humano fundamental”. En suma, invita a que los países realicen extensas consultas para escuchar a toda la ciudadanía y permitirle contribuir a imaginar el futuro.
Y tiene razón. Estamos ante una situación extrema que ha abierto ventanas de oportunidad para cambios estructurales sociales, económicos y políticos. En especial, desde la CEPAL hemos planteado que la pandemia es una coyuntura crítica[2] que está abriendo una oportunidad histórica para la construcción de sistemas de protección social universales, integrales y sostenibles y avanzar progresivamente hacia verdaderos Estados del bienestar.
Históricamente, la CEPAL ha argumentado que el pacto social es un instrumento político basado en el diálogo amplio y participativo, útil para decantar consensos y acuerdos estructurales. Como proceso, debiera ser un intento explícito para abordar asuntos omitidos por los canales habituales, y tender así nuevos puentes. Por tanto, un nuevo pacto social debería darle voz e incidencia a sectores y grupos de población discriminados o excluidos, con el fin de ampliar el diálogo y la apropiación de los resultados. La construcción de Estados del bienestar y su financiamiento debieran encontrarse en el centro de ese amplio diálogo social para redistribuir y aumentar los recursos invertidos en el bienestar común.
El punto de partida de ALC es complicado, con altos niveles desigualdad en múltiples ámbitos y una elevada desconfianza hacia gobiernos, instituciones sociales, partidos políticos, sector privado y entre las personas. En el corto plazo, los estallidos sociales ocurridos en varios países en 2019-2021 expresan un creciente malestar social que requiere respuestas que incluyan a sectores vulnerables y medios. Y en el largo plazo, hay otro potente argumento para movilizar voluntades y recursos, dentro y fuera de la región: sin la garantía universal de cierto nivel de bienestar, la transición hacia modalidades más sostenibles de consumo y producción seguirá apareciendo como una tarea riesgosa, incluso inaceptable, para amplios sectores de nuestras sociedades. En ello ese nuevo Estado del bienestar debe generar certidumbre y sostenibilidad, ante una ciudadanía inmersa en una crisis prolongada.
[1] La pobreza pasó de 189 millones en 2019 a 209 millones en 2020 —pudiendo haber sido de 230 millones—, y de 70 millones en 2019 a 78 millones —pudiendo haber sido 98 millones— en el caso de la pobreza extrema.
[2] La crisis global actual puede mirarse como lo que los historiadores denominan una “coyuntura crítica”, es decir, un momento excepcional de profunda crisis que redefine lo que es posible y pensable, y en donde los actores aceptan correr mayores riesgos y cambiar el estatus quo porque enfrentan una enorme incertidumbre (Capoccia y Kelemen, 2007; Weyland, 2008).