El cambio climático ha situado a tres de cada diez viviendas de Centroamérica y el Caribe en situación de riesgo. A esta vulnerabilidad ambiental se ha de añadir la vulnerabilidad social agudizada por los efectos de la pandemia por lo que urge poner en marcha políticas integrales para reducir las desigualdades y mitigar la pobreza.
El COVID-19 no afecta igual a todas las personas. Y no afecta igual en todos los territorios. Según los cálculos de ONU-Hábitat casi el 60% de la población de Centroamérica vive en zonas urbanas, muchas de ellas no planificadas. Barrios dispersos, con altos grados de hacinamiento, mal conectados y sin apenas infraestructuras y servicios cuya población ha visto incrementada su vulnerabilidad a causa de la pandemia. Específicamente, el impacto en los asentamientos informales ha sido mayor a causa de la inaccesibilidad al agua potable para una correcta higienización, el hacinamiento en viviendas y la dificultad de acceso a los servicios sanitarios. Además, la pandemia ha tenido importantes efectos negativos en la economía familiar ya que muchas personas que viven en asentamientos trabajan en la informalidad, fundamentalmente las mujeres. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo, 126 millones de mujeres trabajan de manera informal en América Latina y el Caribe. Lo que supone casi el 50% de la población femenina de la región.
“Desde que inició la pandemia la situación en el barrio fue un caos porque vivimos muy pegadas unas casas a otras y conviven hasta 15 personas en viviendas muy pequeñas. En mi casa, que tiene tres cuarticos, éramos tres y ahora somos ocho porque ha tenido que venirse a vivir con nosotros mi hija y mis nietos. Dependo de una pensión que me da el gobierno por invalidez, pero es muy pequeña”, explica Alicia Bremes desde Pueblo Nuevo, un barrio del distrito de Pavas en San José de Costa Rica. Los distritos de Pavas y Uruca agrupaban en agosto del 2020 más del 15% de los casos activos de COVID en todo el país.
“¿Cómo vamos a lavarnos las manos si no tenemos acceso a agua? ¿o cómo vamos a desinfectarnos con gel si el precio es tan elevado?” se lamenta Bremes, quien ha sufrido en su hogar las consecuencias de la pandemia. “Uno de mis hijos arregla celulares y ha estado sin trabajo muchos meses. Tengo otro hijo con discapacidad que iba todos los días a un taller del psiquiátrico y sufrió mucho porque ya no tenía a donde irse. Como es muy callejero cogió el COVID y sufrió fiebres y asfixia, pero se recuperó. Pero tengo muchos vecinos, de todas las edades, que fallecieron”, asegura.
Tal y como explica Alicia, la situación en los barrios es de extrema vulnerabilidad. “Muchas madres del barrio trabajaban en limpieza de hogares y les despidieron por la pandemia. El COVID también ha disminuido la venta ambulante de la que dependen muchas familias para poder comer diariamente. Y psicológicamente los jóvenes han quedado muy afectados por la sensación de soledad que sienten y la tensión en las casas donde conviven con muchos adultos”, afirma. Por ello, es imprescindible centrarse en las necesidades de los colectivos más vulnerables y tratar de amortiguar los efectos de la pandemia que rápido se ha convertido en una crisis socio económica además de sanitaria.
En este contexto, el Consejo de la Integración Social (CIS) solicitó a la Secretaría de la Integración Social Centroamericana (SISCA) que, con el apoyo del Programa EUROsociAL+ de la Unión Europea, y en alianza con agencias y programas de Naciones Unidas, FAO, OIT y ONU HABITAT, elaborasen un Plan de Recuperación, Reconstrucción Social y Resiliencia de Centroamérica y República Dominicana. Tal y como explica Cristina Fernández, experta del área de Gobernanza de EUROsociAL+ que ha coordinado este trabajo, el Plan es una hoja de ruta común regional y está compuesto por una serie de proyectos estratégicos articulados en torno a tres ejes de intervención: la protección social, el empleo y el desarrollo urbano sostenible.
El Plan centra sus esfuerzos en la reducción de la pobreza y la desigualdad socio espacial, cuya expresión territorial más evidente son los asentamientos informales, que se estima suponen el 29% de la población urbana centroamericana. “A pesar de los esfuerzos nacionales por reducir la población residente en asentamientos informales en los últimos 15 años, mucha gente sigue viviendo en esta situación. A lo que hay que sumar los riesgos derivados por el cambio climático, que expone a un creciente número de habitantes a los efectos de eventos climáticos extremos como huracanes o deslizamientos”, subraya la experta.
Para Fernández, “urge ampliar la mirada y pensar en el barrio como el entorno que nos permite hacer efectivo el derecho a la ciudad, para lo que habremos de atender no solo a la provisión de viviendas, si no asegurar que éstas cuenten con las infraestructuras, servicios y equipamientos necesarios, así como la posibilidad de conexión con el resto de la ciudad, permitiendo el acceso a las oportunidades que las ciudades ofrecen”.
El desafío es urgente para una población en la que cada día cuenta y cuyas esperanzas cada vez son menores. “Yo no veo futuro porque la mayoría están en situación de pobreza y no vemos salida. Pero sigo trabajando como líder comunitaria para poder ayudar sobre todo a los jóvenes, en quienes tenemos puestas nuestras esperanzas y que están siendo captados por las redes de narcomenudeo”, enfatiza Alicia Bremes.
Por ello, tal y como señala Fernández, es urgente apalancar recursos financieros adicionales para la puesta en marcha del Plan de Recuperación, Reconstrucción Social y Resiliencia, “un instrumento que permitirá mitigar los efectos de la pandemia y configurar sociedades más resilientes, socialmente más justas e igualitarias, y ambientalmente más sostenibles”.