Por Francesco Maria Chiodi, coordinador del área de Políticas Sociales de EUROsociAL+
La historia de los contratos sociales es una historia de poder y de cómo se ha redistribuido en el tiempo. Es por ello que tienden a ser reescritos en los momentos de mayor cambio social [1]. Actualmente, nos encontramos en uno de estos momentos por la intersección de dos procesos de larga duración. Por un lado, estamos enfrentados a desafíos que marcan un cambio de época: el cambio climático, el desarrollo tecnológico, el envejecimiento de la población, la globalización. Por otro, asistimos a la crisis o insuficiencia del modelo de sociedad que permitió generar al mismo tiempo crecimiento y progreso social. Este modelo ha sido realizado más cabalmente en Europa y se basa en la mediación entre el Estado, el mercado y la sociedad, en el equilibrio entre economía de mercado y solidaridad. La desigualdad persistente y la desafección política son dos manifestaciones típicas de esta crisis.
La necesidad de reconfigurar la relación entre tres polos de los contratos sociales – el Estado, la ciudadanía y la empresa [2] – coloca a los Consejos Económicos Sociales (CES) en un horizonte nuevo y crítico. Estas instituciones son una herramienta de participación que acercan la ciudadanía y los actores sociales a la decisión política. De aquí su potencial de contribución a la renovación de los pactos sociales.
Como es sabido, tanto en Europa como en América Latina los CES: (a) son organismos de carácter consultivo de Gobiernos y (a menudo) Parlamentos, que elaboran propuestas y recomendaciones sobre problemas, iniciativas legislativas y políticas públicas relativas a asuntos económicos, laborales y sociales; (b) están conformados por los actores económicos y sociales más representativos de la sociedad (a veces incluyen también personalidades expertas); (c) no son espacios de negociación de demandas, sino que deben actuar para orientar la toma de decisiones de interés general.
Los CES pueden mejorar el funcionamiento de la democracia representativa. Lo que ocurre en un régimen democrático es que el pueblo tiene la titularidad del poder, pero no lo ejerce. El ejercicio del poder se confía a una minoría de personas (parlamentarios y gobernantes) por medio de los dispositivos electorales: “la democracia electoral no decide las cuestiones, sino decide quién decidirá las cuestiones” [3]. Desde esta perspectiva, los CES constituyen una forma de representación complementaria ya que se sitúan en un lugar intermedio entre los representantes y el electorado. Aunque no están facultados para tomar decisiones, las orientan en tanto órganos “consultores”. A diferencia de otras modalidades de participación, los CES desempeñan su función de manera institucionalizada, es decir han sido creados precisamente con el fin de asesorar las autoridades.
Cabe precisar que los Parlamentarios y gobernantes actúan en nombre de la voluntad general del pueblo, sin distinciones de cultura, grupo social, profesión, etc.; en cambio, los miembros de los CES no son representantes de la población en un sentido genérico, sino únicamente de organizaciones representativas de determinados grupos de interés. ¿Cuáles intereses? Este punto es clave para comprender la evolución de los CES y analizar las condiciones bajo las cuales pueden efectivamente apoyar la gestación de nuevos pactos sociales y dar nueva linfa a la democracia.
Los CES se desarrollan sobre todo en Europa en el siglo XX y son ‘hijos’ precisamente del pacto social hoy en crisis, aquel pacto que toma su forma definitiva en el Viejo Continente después del segundo conflicto mundial y en virtud del cual Europa ha gozado de varias décadas de prosperidad económica y avances en los derechos. El welfare state es su creación más emblemática.
En aquel contexto histórico el mundo del trabajo y la producción definían el horizonte del debate político y social. La ciudadanía activa tendía casi a identificarse con la participación de los trabajadores [4]. De aquí que los CES se concibieran esencialmente como espacios de participación de las organizaciones empresariales y sindicales.
Los CES se fundan en América Latina con el mismo bagaje conceptual, pero se implantan en un tejido institucional y socioeconómico distinto.
Un punto central de la argumentación de este escrito es que en ambas regiones ese mundo del siglo XX ya no existe. El trabajo ha perdido preeminencia como principal generador de ingresos en muchos casos, como fuente de identidad individual y colectiva, como inspirador de grandes narraciones ideológicas. Hoy, además, se trabaja menos. Han cambiado igualmente las formas de trabajar y la organización productiva. Las trayectorias laborales ya no poseen las características de linealidad, continuidad y estabilidad que tuvieron en el siglo pasado. Se asiste a la expansión de un segmento autónomo de la fuerza laboral, con escasas tutelas y sin comunidad de pares – Semenza y Mori lo llaman “trabajo apátrida” [5] –, que no se enmarca en las categorías contractuales típicas. Esto explica en parte el debilitamiento de los organismos sindicales y la existencia de un tejido empresarial micro y autónomo que no tiene cabida dentro de las representaciones tradicionales. En América Latina, además, donde estos fenómenos están también muy presentes, ellos encuentran un terreno fértil en la informalidad laboral y empresarial que caracteriza desde siempre sus mercados laborales.
Asimismo, las sociedades de ambas regiones están cada vez más definidas por el consumo. El consumismo acompaña y a la vez alienta la individualización de los estilos de vida. Esta nueva ‘esencia’ se explica por diferentes factores: los cambios en la esfera del trabajo, los niveles de bienestar alcanzados, la mayor libertad y el aumento del tiempo libre, la revolución cultural y de las costumbres iniciada en años sesenta, la presión del mercado, entre otros. La subjetividad ha pasado a ser la cifra de la conciencia moderna. En este contexto propulsor de fragmentación del cuerpo social, no sólo se han ido diversificando y multiplicando las expectativas, las demandas y las iniciativas, también muchas de ellas han entrado en la agenda pública. La ciudadanía se expresa no sólo como comunidades anónimas, sino también a través de una sociedad civil cada vez más rica y diversificada, que se ofrece a la mirada como un mosaico de mil piezas sin orden: asociaciones, movimientos, organizaciones locales, grupos, etc.
Los CES, tanto en Europa como en América Latina, se han adecuado a estos cambios adoptando un modelo más pluralista de participación, inclusivo y abierto a las diferentes instancias y tipologías de intereses viejos y nuevos. Es así que, si por una parte nuevos asuntos de política pública han sido integrados al catálogo tradicional de los CES, por otra se ha agregado un tercer pilar – el de la sociedad civil – a la composición de los Consejos, al lado de los dos tradicionales interlocutores sociales [6].
Esta última es una innovación muy significativa. Gracias a ella los CES han llegado a reflejar mayormente la complejidad y heterogeneidad interna de las sociedades contemporáneas, donde las grandes organizaciones del trabajo y la producción ya no desempeñan un papel tan abarcador como el que tuvieron en el pasado. Sin embargo, surgen también algunas interrogantes respecto a la ampliación de los miembros de los CES, en particulares las tres siguientes:
(1) ¿Cuáles intereses sociales admitir en un CES y cuáles no? (medioambiente, igualdad de género, derechos de las minorías etno-nacionales, etc.);
(2) ¿Cómo asegurar que cada temática, ámbito o interés sea adecuadamente representado? (por ejemplo, ¿Cuáles grupos representarán al mundo ecologista?, ¿Cuáles organizaciones dentro de la galaxia feminista?, etc.);
(3) ¿Cómo evitar lógicas particularistas o corporativas, sobre todo entre las organizaciones dedicadas exclusivamente a defender intereses específicos o a trabajar sobre cuestiones específicas, sin experiencia en otros ámbitos?
Más que avanzar respuestas, en los límites de este escrito resulta importante plantear la importancia de estas interrogantes. Se trata de asuntos cruciales para entender cómo un CES puede tener en cuenta la pluralidad de expresiones de la sociedad civil.
Dada la dificultad de cobijar la vasta gama de intereses y formaciones que animan la sociedad civil organizada, parece sensato impulsar (y exigir) formas de agrupación y federación. Esto permitiría que por lo menos algunos sectores puedan elegir sus representantes, pero no podría aplicarse a la totalidad de los grupos de interés porque estos se ocupan de cuestiones tan diferentes que difícilmente podrían congregarse en una única entidad.
Desde luego un punto insoslayable es la representatividad de quienes lleguen a tener asiento en un CES, que debe poder ser evaluada. Sin embargo, más allá del problema de a cuáles grupos se conceda el derecho de membresía, la cuestión fundamental es de método: los CES deben desarrollar de forma sistemática acciones de escucha activa de la población y sus organizaciones e incorporarlas en la formulación de sus recomendaciones y opiniones a los decisores públicos. Ya varios de ellos están operando en esta línea, y se trata de una línea decisiva para que la ciudadanía y la sociedad civil sientan que los CES son canales apropiados para ser tomadas en cuenta y tener algún grado de influencia. Siguiendo esta estrategia, los CES tendrán mayor fuerza (y legitimidad) para cumplir un rol de facilitadores de nuevos pactos sociales. Y darán su aporte para revitalizar los regímenes liberal-democráticos que en muchos países presentan signos evidentes de dificultad.
[1] Ross A. (2021), The Raging 2020s: Companies, Countries, People – and the Fight for Our Future, Henry Holt and Co.
[2] Hoy se habla insistentemente de nuevo contrato socio-ecológico para indicar la necesidad de incorporar un cuarto sujeto: el ambiente (cfr. UNRISD. [2021], New Eco-Social Contract: Vital to Deliver the 2030 Agenda for Sustainable Development, en www.unrisd.org/ib11
[3] Sartori, G. (2009), La democrazia in trenta lezioni, Mondadori, Milano
[4] Un ejemplo emblemático de la casi intercambiabilidad de los términos se encuentra en la Constitución italiana de 1948, que en su art.1 declara que “Italia es una República democrática fundada en el trabajo” y, en el art. 3, establece que “Corresponde a la República suprimir los obstáculos de orden económico y social que […] impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del País”.
[5] Semenza, R. y Mori, A. (2020), Lavoro apolide, Fondazione Giangiacomo Feltrinelli, Milano
[6] Por ejemplo, el CES de Francia en 2008 ha cambiado su denominación en Consejo Económico, Social y Medioambiental. Desde esa fecha se abre más a jóvenes, mujeres y grupos medioambientales. En República Dominicana, por poner otro ejemplo, la composición anterior a la reforma de 2021 preveía 26 miembros del sector empresarial y 7 y 9 para, respectivamente, los sectores laboral y social. Ahora, en cambio, la composición es paritaria entre los 3 bloques.